viernes, 25 de abril de 2014

Injusticia por mano propia y el linchamiento de la sociedad

Por Jorge Joury

La Argentina violenta de nuestros días nos hace retrotraer a lo más oscuro del pasado. Hacer justicia por mano propia. El ojo por ojo . O linchar a los delincuentes, como acaba de ocurrir  en Rosario y Palermo, en definitiva son  actos de injusticia, ante la ausencia  o el claro debilitamiento de uno de los poderes básicos del Estado, como lo es el Judicial. Tal vez los reproches sean para el sesgo “garantista” que se le atribuye. Esta película, aunque con otros protagonistas, ya la habíamos visto en diciembre último cuando faltaron reflejos y rapidez a los magistrados para hacerse cargo de los responsables de  los saqueos, que terminaron poniendo en vilo la estabilidad institucional.

Lo cierto es que las alarmas otra vez se han disparado en todo el país. Ya son  7 los episodios similares en tan solo una semana. La preocupación ha llegado a lo más alto del poder politico. A tal punto que la propia presidente de la Nación utilizó la cadena nacional para pedir calma, que se envíe un mensaje tranquilizador a la población, que no se manipulen los hechos políticamente y  no se escuchen los deseos de venganza que fluyen de algunos sectores exacerbados.
Lo que está sucediendo, lamentablemente nos obliga a preguntarnos si nos estamos enfermando socialmente. Y lo más grave es que los epìsodios por el efecto contagio, se pueden expandir como una epidemia. Es que el malestar de la comunidad ante la indefensión, está a la vuelta de cada esquina y en todos los barrios, donde casi no quedan hogares que no han sido rozados por hechos de violencia o robos. O en el peor de los casos, que no tengan muertos.
El término “linchamiento” hoy en la tapa de casi todos los diarios, comenzó a sonar hace más de dos siglos. Aunque hay varias versiones del nacimiento de esta expresión, la mayoría apunta a una persona: Charles Lynch, un juez estadounidense de la época de la Guerra Revolucionaria.
Es bueno que tengamos en cuenta los orígenes de la palabra o su etimología, para tomar precauciones y levantar la guardia. Según cuentan los libros de Historia, Lynch era un político estadounidense revolucionario -es decir, promotor de la independencia de Estados Unidos- que ordenó ejecutar a un grupo de partidarios del Rey (leales) sin sentencia judicial. Años más tarde, lo que hoy se conoce como linchamiento -la ejecución de una o más personas por parte de una multitud y sin proceso legal- comenzó a ser mencionado como “Lynch Law” (ley Lynch).
Lamentablemente por estas horas el término se ha instalado estrepitosamente en los medios, tras un caso fatal en Rosario y otro, aunque no trágico, de terrible virulencia en Palermo. Primero fue el episodio que protagonizó  David Moreyra, el joven de 18 años que murió en Rosario, tras  ser golpeado brutalmente por vecinos que lo atacaron porque supuestamente le había robado la cartera a una mujer. Allí nació una polémica encarnizada en las redes sociales, donde muchos aplaudieron ese inexcusable acto de barbarie.
Quienes generen este tipo de acciones deben saber que lo que hicieron es un acto criminal que podría quedar incluso dentro de las figuras agravadas del homicidio calificado (artículo 80 del Código Penal), en este caso por el concurso premeditado de dos o más personas, que está sancionado nada más y nada menos que por la pena de prisión perpetua.
Después de  lo de Rosario, el sábado pasado la historia se repitió en Palermo. Un barrio coqueto que no le hizo asco a nada: una turba de unas 30 personas enardecidas pateó y golpeó a un muchacho en Charcas y Coronel Díaz, a una cuadra del shopping. Fue durante 25 minutos. Cuentan que el rostro de este pibe era una mancha de sangre, mientras un portero de edificio, hacía de verdugo y lo mantenía inmóvil apoyándole un pié sobre la espalda. Hasta a uno de los agresores, según testigos, le caía de la boca un hilo de baba, del disfrute. Sólo dejaron de pegarle cuando llegó la Policía.
Los sociólogos buscan explicaciones a estas actitudes y sostienen que la gente está abrumada por el miedo. De allí que vienen los desbordes porque se piensa que el Estado, cualquiera sea el lugar del país y el partido gobernante, no puede garantizarle su seguridad y actúan por su cuenta hasta llegar a estas injustificables formas de ajusticiamiento.
Es difícil bucear en las causas de ese comportamiento social primitivo y decadente que, en principio, rompe ciertas reglas establecidas y marca una suerte de involución como sociedad. Se trata de un retroceso que alguien definió como “una catástrofe”. Sin embargo, la gente refleja una suerte de fatiga frente a la injusticia. Existe cansancio de no sentirse seguros en la calle, en el barrio, en la propia casa. También abunda el miedoen todas sus facetas. A que un familiar no vuelva, a salir de noche, a entrar el auto, a irse de vacaciones y dejar solo el hogar. La sensación generalizada de la impunidad del delincuente es imposible de negar, recientemente fomentada por el debate mediático –superficial, bastante pobre- en torno a la supuesta “liviandad” o “permisividad” del Código Penal que se viene.
También es inocultable, porque sale a relucir en cualquier charla, la percepción de que el Estado está ausente o al menos que no cumple bien la tarea de proveer seguridad. Al menos así lo expresan los reclamos de la gente. Sin distinción de clases, se tiene la impresión también de que la Justicia, lenta, termina no funcionando como debe funcionar. Esto es: castigando al culpable de delinquir, encerrándolo y trabajando con él para que se pueda reinsertar en esa sociedad a la que de alguna forma ha lastimado o perjudicado.
Todo esto es tan verdadero como también lo es el hecho de que, en una sociedad civilizada, hay ciertas reglas que no pueden romperse por el simple hecho de que entonces terminamos siendo peores como conjunto. Lo anormal no debería transformarse en normalidad. Se entiende el hartazgo de convivir con la inseguridad y la impunidad pero no debería aceptarse como forma de respuesta el ajusticiamiento por mano propia. Y menos en forma colectiva, organizada o espontánea. El gran desafío para las autoridades y la dirigencia en general es que estos episodios no se tornen virales, frecuentes y repetidos. Acostumbrarnos a eso sería tan lamentable como habituarnos a ver en las noticias las muertes en ocasión de robo o las golpizas a jubilados.
Alcira Daroqui, socióloga, profesora e investigadora, admitió que la sociedad “debe resolver el problema de la seguridad, pero la forma de defenderse no es apelar a la violencia o a la venganza. Ya ocurrió otras veces con chicos baleados porque entraron a una casa a buscar una pelota o niñas electrocutadas al tocar una reja. El problema es que la sociedad no reconoce al Estado como el actor que debe resolver el problema, y por eso adopta medidas por su cuenta y que surgen del miedo”.
En este punto, Daroqui cuestionó “las políticas públicas erráticas y poco claras en materia de seguridad, con medidas espasmódicas como las de reforzar la presencia policial con Gendarmería o Prefectura, que son fuerzas militarizadas que no están para esa función. Muchas veces se dice que la policía no tiene recursos, que el presupuesto no es suficiente y que por eso no tiene medios para garantizar la seguridad, cuando la gente ve en la calle cantidad de camionetas nuevas, móviles policiales o de seguridad urbana de los municipios. Tanto despliegue de nada sirve y la gente llega a pensar en forma errónea que la seguridad depende de ellos mismos y concluye: ‘Si tengo que matar, mato’, pero allí también está presente el miedo que genera el discurso político y el mediático”.
Gabriela Seghezzo, coautora del libro “A la inseguridad la hacemos entre todos”, afirmó que los hechos de violencia coinciden “con un momento en el cual el discurso político de los presidenciables se hace cada vez más ostensible reclamando más efectivos policiales, penas más duras y, en cierto modo, alientan a la autodefensa de los vecinos que tienen miedo frente al discurso permanente de la inseguridad”.
La profesional apuntó que esto tiene una influencia negativa, “incluso en la madre del chico que fue linchado, quien para poder reclamar por lo que le hicieron tiene que decir que su hijo era inocente, que no hizo nada. Esto pasa porque muchos justifican hoy la muerte de un presunto delincuente, aunque no se haya probado el supuesto delito. Esto es así porque la defensa de la propiedad privada sigue estando por encima de la vida y por eso no quieren que se modifique el Código Penal”.
Podríamos reflexionar en la fase final de esta pesadilla, que el problema no es sólo que el Estado a veces está ausente. Lo grave es que incluso cuando pone su sello enseña que aceptar los límites que marca la ley es sólo para los tontos o los tibios. La tragedia ferroviaria de Once, las inundaciones fatales de La Plata, el crecimiento del narcotráfico en Rosario, Córdoba o Mnedoza o los policías que entran en el negocio de la droga no dicen que el Estado está ausente. Dicen que está presente así, al margen de las normas. Y es esa anomia la injusticia que gotea, está inundando las calles de sangre…

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